La Ruta de Silicón Sinaloense: Buchonas, Poder y el Desayuno en Dubái
El cuerpo esculpido, la imagen curada, el vestuario de diseñador. Un cargo público. Un presupuesto.
Dr. Ghaleb Krame
Dubái, verano de 2022. Pasaban apenas las 7:30 a.m., y la temperatura exterior ya rondaba los 40 °C, pero dentro del restaurante del hotel, el aire acondicionado mantenía el ambiente agradablemente fresco. Me hospedaba en un hotel de gama media cerca de Marina Beach, a unos kilómetros del World Trade Centre, donde esa misma mañana daría una conferencia sobre la guerra con drones del narco y los escenarios futuros que involucran inteligencia artificial.
El coronel A (seudónimo utilizado aquí para proteger su identidad), un funcionario de la Policía de Dubái y mi anfitrión durante la Cumbre Mundial de Policías, ya estaba sentado cerca de una de las ventanas. Mientras me dirigía a su mesa, una escena a solo unos pasos a mi izquierda llamó mi atención.
Dos mujeres acababan de sentarse. Su acento las delató al instante: mexicanas, del norte. Su apariencia estaba lejos de ser discreta: curvas exageradas, cirugía estética evidente, labios artificialmente voluminosos. Llevaban atuendos ceñidos de diseñador que resaltaban sus figuras, pero se movían con una soltura que sugería que esto no era nuevo para ellas. Una de ellas llevaba una tobillera dorada con pequeños dijes de ositos — juguetona, pero inconfundiblemente ostentosa.
Luego llegó un hombre. Había estado esperando en la fila del bufet y se unió a ellas poco después. Delgado, entre los treinta y tantos, tez clara, cabello claro, ojos azules. Llevaba una camisa blanca de lino de diseñador, shorts entallados, sandalias de cuero, y tenía un tatuaje abstracto en una pantorrilla. Las saludó con calma, se sentó y se integró sin problemas a la conversación.
A primera vista, pensé en la suposición habitual: acompañantes de alto nivel con un cliente. Pero algo no cuadraba. La energía no era coqueta. Era demasiado controlada. Demasiado enfocada.
Me senté en la mesa del coronel A. Notó hacia dónde había estado mirando y, con una sonrisa cómplice, dijo en árabe:
—"Bastante atractivas, ¿no?"
Esbocé una sonrisa, pero no reí. “No son escorts”, dije.
Él arqueó una ceja. “¿Bu... qué?”
Desde nuestra distancia, no alcanzaba a distinguir lo que estaban diciendo. Sus voces subían y bajaban de forma inconsistente — a veces lo bastante fuerte como para llamar la atención, otras veces apenas susurraban. No era el tono de una conversación típica. Era modulado, deliberado. No casual. No buscaban ser escuchados — de hecho, por momentos, parecía que hacían lo contrario.
No pude confirmar de qué hablaban, pero su lenguaje corporal era revelador: no había intimidad, ni juego. No era romántico ni social. Era medido. Profesional. Se estaba discutiendo algo — y no parecía ser una charla trivial.
En un momento, la mujer de los labios exagerados — claramente la más experimentada de las dos — le entregó su teléfono al hombre. Él se levantó y se alejó para atender una llamada. Regresó unos siete minutos después, le devolvió el teléfono, intercambió unas palabras más con ella y se fue sin ceremonia. Las mujeres permanecieron unos minutos más, pidieron la cuenta y se fueron juntas.
Fue silencioso. Eficiente. Y no encajaba con las suposiciones que nos enseñan a hacer.
Ese fue el momento en que el coronel A fue introducido al mundo de la buchona. No a través de un expediente o una operación policial, sino mediante una demostración en vivo a unas cuantas mesas de distancia, durante el desayuno.
Para muchos, la palabra “buchona” evoca un estereotipo: la novia del narco, intervenida quirúrgicamente, vestida de Gucci, protagonizando reels de Instagram o bailes de TikTok. Pero eso es solo la superficie. La realidad es más estratégica — y mucho más peligrosa.
La buchona de hoy no es solo ornamental. Es operativa.
Estas mujeres viajan con pasaportes limpios. Sin antecedentes penales. Hablan inglés, se mueven con soltura por aeropuertos, saben cómo pasar desapercibidas. No trafican drogas — mueven información, coordinan logística, gestionan contactos. Caminan por los lobbies de hoteles en Dubái, se sientan en cafés en Madrid o vitrinean en Bogotá — y lo hacen con una inmunidad diplomática otorgada no por un gobierno, sino por estrategia y estética.
Algunas son mensajeras financieras. Otras, exploradoras. Unas pocas, intermediarias. Su apariencia puede distraer al desinformado — pero quienes las envían entienden bien su utilidad.
Y cada vez más, están cruzando hacia la política.
Varias han invertido en campañas locales. Otras manejan redes de influencers digitales o ONGs de fachada. Algunas incluso han sido candidatas a cargos públicos. La línea entre infraestructura criminal y legitimidad política es más delgada que nunca — y la buchona la cruza en tacones.
Unos días después de concluida la Cumbre, fui invitado discretamente a la división antinarcóticos de la Policía de Dubái. Querían saber más sobre lo que insinué en mi charla — no solo sobre los avances de los cárteles en materia de drones, sino sobre cómo estas organizaciones criminales utilizan vectores humanos que son invisibles para los modelos de inteligencia convencionales.
Esa reunión permanece confidencial. Tal vez algún día pueda compartir sus detalles. Pero lo que sí puedo decir es esto:
Esa mañana, fui testigo de un acto silencioso y profesional de diplomacia criminal. Pulido, sereno, deliberado — y real. Y nadie más en esa sala pareció notarlo.
Los cárteles están evolucionando. Ya no dependen únicamente de la fuerza bruta o de refugios rurales. Ahora se apoyan en el poder blando — imagen, movilidad, influencia. Una mujer con visa limpia, apariencia elegante y disciplina firme vale más que un convoy de hombres armados.
La buchona de hoy no es solo una amante. Es un nodo. Una mensajera. Un proxy.
Y mientras los medios la memifican y el público se burla de ella, ella está ocupada haciendo que las cosas sucedan — cruzando fronteras, lavando mensajes, y a veces incluso lavando legitimidad.
Ese desayuno en Dubái no fue un espectáculo. Fue un síntoma. Y me recordó una verdad que los analistas y formuladores de políticas suelen olvidar:
El nuevo rostro del poder criminal no siempre lleva máscara. A veces, lleva dijes dorados y camisas de lino.
Y he vuelto a ver ese rostro — no solo en Dubái. En pueblos como Elota, en el corredor sinaloense donde las lealtades entre política y crimen se difuminan, o en Papasquiaro, un tranquilo municipio duranguense con vínculos históricos al tráfico, han surgido perfiles similares en cargos públicos.
En ambos lugares, mujeres antes identificadas como parejas sentimentales, familiares o cercanas a hombres ligados a cárteles han hecho una transición — sin tropiezos, incluso con elegancia — hacia la vida política. No se trata de casos aislados de redención o participación cívica. Son inserciones calculadas en estructuras de poder público, muchas veces construidas sobre el lavado de reputación, expedientes legales limpios y la eliminación estratégica de la memoria.
Sus campañas no se construyen sobre debates o visibilidad. Se construyen sobre respaldos silenciosos, dinero sin rastro y comunidades demasiado intimidadas — o demasiado económicamente entrelazadas — para cuestionar la narrativa.
Lo que comenzó como cercanía al poder es ahora poder en sí mismo. La estética permanece: el cuerpo esculpido, la imagen curada, el vestuario de diseñador. Pero ahora hay una banda. Un cargo público. Un presupuesto.
Y detrás de eso, una arquitectura cada vez más evidente de un nexo narco-estado que sigue evolucionando — invisible, intacto, y con demasiada frecuencia, electo.