La foto y el silencio
A veces la historia no avanza con discursos, sino con silencios.
Por Ghaleb Krame
A veces la historia no avanza con discursos, sino con silencios.
El 3 de septiembre de 2025, en Palacio Nacional, una imagen se volvió símbolo: Claudia Sheinbaum, recién llegada a la presidencia, estrechando la mano del senador Marco Rubio, uno de los republicanos más duros respecto a México. No hubo tratado, ni comunicado conjunto, ni gestos de euforia. Solo una foto medida, diplomática, cuidadosamente calculada.
Esa imagen marcó el inicio de un nuevo reloj político. A partir de ese momento, todo lo que el gobierno mexicano hiciera —o dejara de hacer— sería leído a través de ese lente: cooperación, distancias, gestos.
En Washington, la foto se interpretó como un compromiso tácito de colaboración en los temas que más pesan en la agenda bilateral: drogas, armas y extradiciones. En México, en cambio, fue presentada como un acto de soberanía cordial.
Dos lecturas, dos escenarios, una sola instantánea.
Semanas después, la presidenta sorprendió con una decisión que cambió el tono: anunció que no asistiría a la X Cumbre de las Américas en Punta Cana por la exclusión de Cuba, Venezuela y Nicaragua. El boicot fue celebrado por algunos como un gesto de dignidad regional, y cuestionado por otros como un error diplomático innecesario. Lo cierto es que la imagen de Palacio y la ausencia en la Cumbre terminaron formando un mismo relato: el de una presidenta que quiere ser aliada, pero no subordinada.
Sin embargo, la política internacional nunca se juega en el vacío.
México llega a este cierre de año con una ecuación complicada: economía presionada, deuda pública creciendo, Pemex con pérdidas que amenazan el presupuesto, y un humor social cada vez más volátil. El éxito de la presidenta depende, más que de las cumbres, de la capacidad de mantener la estabilidad en casa.
Porque mientras los analistas discuten sobre diplomacia, en las calles se percibe otra tensión. Protestas por inseguridad, bloqueos de transportistas, reclamos magisteriales y una fatiga cívica que empieza a desbordar los márgenes del discurso. Los datos y las encuestas hablan de confianza todavía alta, pero en descenso. Lo intangible —la paciencia— comienza a agotarse.
Sheinbaum asumió el poder con la promesa de una “continuidad con método”: mantener el proyecto de la cuarta transformación, pero con orden, planeación y serenidad. Durante los primeros meses, pareció lograrlo. La imagen de calma contrastaba con el estilo de su antecesor. Pero en política, la calma también se erosiona. Y el país está mostrando señales de inquietud: gobernadores que se mueven por cuenta propia, disputas internas en Morena, y un gabinete que, entre técnicos y militantes, parece dividido en dos almas.
La presidenta enfrenta el dilema clásico de todo líder que hereda un movimiento carismático: cómo gobernar sin traicionar la mística del fundador, pero sin quedar atrapada en su sombra. AMLO construyó una narrativa de “pueblo contra élite”; Sheinbaum necesita una de “Estado con pueblo”. La diferencia es sutil, pero decisiva.
En esa búsqueda, los símbolos pesan tanto como las políticas.
Por eso, la foto con Rubio y el boicot a la Cumbre no son hechos aislados: son capítulos de una misma estrategia identitaria. México busca mostrarse como un actor soberano, capaz de dialogar con todos sin ceder ante nadie.
El problema es que la soberanía discursiva no siempre se traduce en fortaleza práctica.
Mientras tanto, la frontera norte vive un incremento en flujos migratorios y presión logística; el crimen organizado se adapta con drones, finanzas digitales y nuevos patrones territoriales; y el sistema judicial sigue sin resolver su propia crisis de credibilidad. Todo eso no depende del Departamento de Estado, sino del día a día de México.
Aun así, la presidenta conserva algo valioso: legitimidad de origen y tiempo político.
Tiene margen para redefinir su narrativa antes de que el cansancio se convierta en rechazo. Lo que está en juego no es solo su gobierno, sino la credibilidad del modelo de gobernanza que encarna.
Porque más allá de las discusiones técnicas, lo que México enfrenta hoy es una crisis de expectativas. La sociedad pide resultados visibles, menos épica y más eficacia.
El país no necesita otra transformación, sino que la existente funcione.
La nueva generación política deberá entender que la credibilidad no se gana con conferencias ni con hashtags, sino con coherencia. En una era donde los algoritmos detectan contradicciones más rápido que los periodistas, los gobiernos ya no pueden esconder el ruido bajo la alfombra del discurso.
Por eso, el mayor reto para Sheinbaum no será Washington, ni las élites locales, ni los críticos de siempre. Será el país cotidiano: el que madruga, el que paga más luz, el que duda, el que protesta.
Ese país no lee comunicados: siente la realidad.
En el fondo, “la foto y el silencio” son la metáfora de un sexenio que todavía busca su propia voz.
Una presidenta que quiere mantener la calma, pero gobierna sobre un terreno donde todo tiembla: la economía, la confianza, la paciencia.
Y quizás el verdadero liderazgo consista justamente en eso: en saber cuándo romper el silencio, y cómo hablar distinto a quien vino antes.
El reloj político de Claudia Sheinbaum sigue corriendo, no hacia el conflicto, sino hacia la definición. La foto fue solo el comienzo; lo que falta es la historia detrás del gesto.