De Cárceles y Caimanes
La historia de la música mexicana está plagada de este tipo de historias.
Por Juan Carlos Ramírez-Pimienta*
Los caimanes se han puesto de moda en las últimas semanas, sobre todo a causa de la prisión que el presidente de los Estados Unidos recién inauguró en el estado de Florida, una prisión para migrantes. Burlándose de los prisioneros, Donald Trump salió en reportajes para la televisión, supuestamente aconsejando a los prisioneros que intentaran escapar. Haciendo mofa de los reos, les decía que al intentar escapar no lo hicieran en línea recta, sino que corrieran en zigzag para tener mayor oportunidad de escapar de los caimanes. Luego remataba su “chiste”, diciendo que esa técnica aumentaba la probabilidad de sobrevivir en tan solo un por ciento. A esta cárcel, que ya entró en operaciones, se le conoce como el Alcatraz de los caimanes, Alligator Alcatraz.
Sin ánimo de trivializar esta tremenda situación, quiero en estas líneas a continuación hablar de otra cárcel de caimanes en la que con frecuencia caen víctimas los músicos del regional mexicano, sobre todo los que recién van iniciándose en el ambiente artístico. La personificación del caimán en el regional mexicano muchas veces es identificada con las compañías disqueras o con los representantes de los grupos o solistas, el que cobra por las presentaciones, etc. Sin embargo, en sentido estricto, caimán es un término que cada vez se aplica más a cualquiera que se aproveche financieramente de los músicos. El término podrá ser sinaloense, pero tales acciones no discriminan temporalidad, geografía o género musical. La música siempre ha sido un negocio lleno de caimanes, y más aún con el advenimiento de la industria discográfica y radial desde inicios del siglo XX. Independientemente del género musical, siempre ha habido vivales que se aprovechan del talento ajeno. La historia del jazz afroamericano en Estados Unidos, por ejemplo, está llena de fraudes y apropiaciones musicales. Lo mismo la del rock and roll, donde incontables músicos terminaron en la miseria mientras muchos vivales se hicieron ricos. En esos años y contextos el término usado era tiburón (song shark). La idea es la misma: tiburón o caimán, ambos depredadores.
En el regional mexicano el fenómeno también es antiguo. Hace dos décadas entrevisté, junto con mi hermano Jorge Omar, a Enrique Franco, quien había sido compositor, productor y director artístico de Los Tigres del Norte en los años ochenta e inicios de los noventa del siglo pasado. Estos fueron años de gran éxito de Los Tigres del Norte, su época de oro, cuando obtuvieron un Grammy americano con una producción precisamente de Enrique Franco. La entrevista la publicamos en una revista académica, aunque lo que vio la luz fue una versión reducida y (auto)censurada de la charla de muchas horas que sostuvimos con Franco. En esos meses, Franco llevaba un litigio contra Los Tigres del Norte por cuestión de regalías, según nos dijo. Por esta y otras razones, periódicamente en la entrevista pedía salir del registro, ir off the record.
Franco moriría en 2013, en medio de una situación económica que no correspondía a la imagen que como público uno tenía del compositor de algunas de las canciones y corridos más emblemáticos del regional mexicano del último tercio del siglo XX. Me refiero a temas como “Tres veces mojado”, “América”, “Pedro y Pablo”, “Ni parientes somos” o “La jaula de oro”, todos interpretados por Los Tigres del Norte. Recuerdo, por ejemplo, la sorpresa de mi hermano y mía cuando nos despedimos de Franco después de varias horas de entrevista y lo vimos abordar un automóvil muy modesto, que incluso, comentó, había tenido que llevar al mecánico esa misma mañana, razón por la cual había llegado un poco tarde a nuestra reunión.
La charla que sostuvimos fue harto reveladora del negocio de la música. Por ejemplo, Franco llamaba la atención a un mecanismo muy común entonces y que continúa ocurriendo con mucha frecuencia: la falsa multiautoría. Nos decía Franco que cuando una canción tenía cuatro o cinco autores, lo más probable es que una sola persona la hubiera compuesto y tres o cuatro vivales tomaran un porcentaje de la canción. A veces eran los ingenieros de sonido o los representantes del artista, o los supuestos amigos y consejeros. En mi libro del 2011, Cantar a los narcos, que hace la historia del narcocorrido a partir de los años veinte del siglo pasado, yo comenté incluso un caso de milagro lingüístico autoral: el de Arthur Walker, el empresario que firmó a Los Tigres del Norte para su disquera Fama Records. Walker llegó a fungir como compositor de canciones en español… sin hablar español. Firmaba las canciones como Arturo Caminante, la traducción al español de su nombre.
Eventualmente, su compañía y él personalmente enfrentaron varios litigios que llevaron a que Discos Fama cerrara sus puertas. Esto fue a inicios de la década de los ochenta. En la actualidad, y también en el contexto del regional mexicano, todo lo que hay que hacer para observar este tipo de fenómenos de multiautoría es sintonizar alguna premiación musical. En la sección de mejores canciones o mejores corridos, al nombrar los temas ganadores con frecuencia surgen varios nombres de compositores por canción. Los que suben a recibir su premio son el verdadero compositor y sus rémoras autorales, incluyendo con cierta frecuencia a los mismos dueños de las disqueras. Aquí, por supuesto, no me refiero a un fenómeno de coautoría de dos compositores probados. Eso es una práctica bastante común, natural y ética.
Otra manifestación bastante común de lo anterior —de robar crédito (y regalías)— se da cuando algún músico compositor le manda un tema a un artista de más prestigio, pidiéndole que la interprete o quizá que la canten a dueto. El músico de mayor capital simbólico acepta, le hace pequeños cambios y luego reclama o toma crédito como coautor. Esto, desgraciadamente, es más común de lo que se piensa y ciertamente se hace por la necesidad del peticionario. Así es como también se contextualizan las firmas de contratos leoninos. Los músicos principiantes quieren ser escuchados y muchas veces firman lo que sea que les pongan enfrente, que usualmente son documentos de cientos de páginas, escritos en lenguaje legal ininteligible. A veces, incluso los propios caimanes les aconsejan a los músicos que contraten sus propios abogados para que revisen el contrato. Lo hacen a sabiendas de que el costo de este servicio -un abogado especialista en estos rubros- va a ser de muchos cientos o miles de dólares, dinero que los músicos principiantes, por supuesto, no tienen. Así son, a la letra, despojados.
Para cuando se dan cuenta los músicos de esta realidad, ya es muy tarde. Ya no son dueños de su música y, a veces, ni de su nombre artístico; y para poder recibir su carta de retiro de la compañía en cuestión, tienen que pagar mucho dinero y dejar su música en poder de esas compañías, que seguirán cobrando las descargas, las vistas. Los músicos, sobre todo los músicos jóvenes, aceptan muchas veces pensando que podrán repetir, hacer otros éxitos, pero esto nunca es una garantía. La historia de la música mexicana está plagada de este tipo de historias.
*Juan Carlos Ramírez-Pimienta es profesor investigador de la San Diego State University, especializado en la historia cultural del corrido y del crimen organizado.